sábado, octubre 17, 2009

Nunca te prometí un jardín de rosas

Por Benjamín Cordero Hernández

Cuando Arturo Pons dejó León en 2001, llevó empacado todo lo indispensable.

“¿Todo lo indispensable?”

Todo lo indispensable… ¿para qué, por ejemplo?

Hombre, pues… para nada. Ya se sabe que nada es indispensable. Pero de algo había que llenar el equipaje y lo “indispensable” cupo en el veliz, sin problema. Metió en él meramente objetos de trámite y dejó fuera obsesiones como ésa de no llenar “de últimas miradas” todo lo que se deja y Arturo en efecto dejó atrás todo, sin magullar el corazón (que es la única víscera que de por sí nace con arrugas).

Ni al caso.

No hay necesidad de repetir que Arturo Pons iba a París a estudiar jazz en el Conservatorio; era su intención difusa y confusa, pero era. Para ahorrar espacio en la página y tiempo a los lectores, tampoco merece la pena repetir aquí que Arturo llegó en una primera escala a Madrid y que al llegar a la siguiente, Barcelona, se enteró de que el Conservatorio de París no lo conservaría de alumno a él. Tampoco tiene más caso iterar y reiterar que, para hacer viable su estancia catalana, Arturo se topó con un trabajo “chido” en la cuna mundial de los tacos (que, como se sabe, es el “Chido One” de Barcelona) y que entre mesereadas y cocteleadas se afincó allá a la sombra de Gaudí, sin más baches que uno que le atacó en pleno Barrio Gótico de Barcelona.

Un bache del ánimo que lo hizo “pensar con los pies”, porque cuando menos pensó, y en medio del bachezote aquel, los pies de Arturo “pensaron” por él y lo condujeron a las penumbras de un templo gótico del Barrio Gótico.

De pronto se vio ahí, para hablar a solas con el primero que encontrara, y primero y el único que encontró fue al mismo Arturo. En las penumbras, sólo, matizadas apenas las penumbras gracias a esos vitrales que tienen la manía de refractar la luz pero que tienen también la virtud de dar colorcito al alma, justo cuando “el corazón de las tinieblas” hace latir más a fuerza que de ganas el corazón arrugado de nacimiento.

Esto sí vale la pena recapitularlo, para refrendar además cómo las casualidades son tan de veras maníacas y tan determinantes, que más vale no tener plan de vida.

Ni modo que llegue no a Barcelona a tener depresiones. Ni modo que uno se estacione en un templo gótico, menos cuando se piensa que Dios es un señor con demasiadas ocupaciones para atender quejas o recibir pergaminos de agradecimiento -según el estadio del alma del quejumbroso o del agradecido-.El hecho es que ahí, enmedio de la penumbra apenas coloreada y en la nave sola del templo, a Arturo le llegó el calorcito de una amistad nueva, en forma de monaguillo… de Aguascalientes.

Es para creer en Dios.

A partir de ese momento Arturo agradeció, claro, que el acólito le sacara plática y que le ofreciera la amistad, pero más agradeció, la verdad, la invitación a comer.

O no lo dijo Arturo o La Aldaba no lo preguntó y, por eso, en este momento La Aldaba va a enriquecer su gustada sección “Inventa, que algo queda”.

El hallazgo de una amistad y la sopita de fideo que marcó el primer tiempo del menú, no serían ajenos al tema de la película de la que Arturo dará el primer “claquetazo” en agosto, con tripulaciones técnicas y con actores “de ambos lados del Atlántico” (como dicen los cronistas cursis).

Es que Arturo llegó a Barcelona, desde León. No llegó desde África, como llegan por riadas los africanos del norte a las costas españolas, huyendo de la miseria del Magreb. Y Arturo llegó como Dios manda, en avión, no en patera (como son generosamente llamadas esas digamos balsas, que depositan a los negros del África profunda en manos de los agentes españoles de Inmigración, si bien les va; o en el seno del Señor, o en el submundo de sus lares tribales).

El hecho es que Arturo se impregnó de lo que llama “filosofía de la patera”: ese tratar de entender dónde está el maldito hilo de la solidaridad humana, que en vez de los agentes aduanales o de la muerte, a veces arroja a los hombres en brazos de la generosidad.

Qué: ¿le sonó a panfleto?

Planteado así en esta Aldaba, como dijo el ranchero, “pue’que”.

Como lo dice Arturo en el guión, no. No, señor.

Ya no hay espacio para matices; quizá mañana. Hay que recordar que la película se llama “La brújula la lleva el muerto”.

A ver si la conseguimos prestada un ratito al muerto, para mostrar que en esa película no habrá final feliz ni folletines inspirados en Corín Tellado.

En un descuido, hasta queda bien explicado aquí.

Gracias por las viejas y nuevas apariciones -aún no, de acólitos auxiliares-. Una promesa: primero muertos sin brújula que perezosos reincidentes. La Aldaba se arrepiente del largo receso y por eso se propone no volver a tomarlo. De periodicidad, luego hablamos.

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